El plan de Juncker (Fondo de Inversiones Estratégicas) pretende invertir 315.000 millones en los próximos tres años en proyectos nacionales (energía y transportes). Es la única iniciativa, hoy por hoy, para estimular el crecimiento en el área euro. Tiene carencias —como la escasa participación de la inversión pública y una confianza ciega en la inversión privada— y probablemente pide a gritos una articulación financiera más sólida; a pesar de ello, es un mensaje de esperanza, porque transmite la idea de que es posible otra política económica y de que hay que movilizar a la inversión para combatir el desempleo crónico.
Pero Alemania y la maquinaria burocrática no permiten demasiadas alegrías. Merkel continúa con sus lecciones de ortodoxia cuando exige que no se gaste un euro más de lo previsto y se opone a que flexibilicen las reglas fiscales (limitación del déficit) para favorecer la aportación de dinero público por los Estados. La canciller ha dado jaque en la apertura Juncker; si el plan no era precisamente de altos vuelos, a partir de ahora tendrá un radio de acción muy limitado.
El aplazamiento de la propuesta legislativa para regular el funcionamiento del Fondo puede ser una solución diplomática obligada cuando se comprueba que Alemania mantiene objeciones sobre el plan, pero confirma que la premiosa velocidad de decisión política en Europa es incompatible con la rapidez con que deben adoptarse medidas económicas. Europa necesita hoy un plan de inversiones de choque que convenza a inversores y ciudadanos, además de una estrategia monetaria que incluya la compra de deuda y una armonización impositiva que selle las fugas fiscales y acabe con el racionamiento de recursos presupuestarios; pero, salvo el plan Juncker y los guiños de Draghi hacia la facilidad monetaria, ninguna de esas decisiones está en el horno político. En tales circunstancias, nadie puede esperar una implicación entusiasta de los inversores potenciales en la recuperación europea.