La nueva “solución final” que la Europa alemana ha diseñado para cientos de miles de refugiados revela la indignidad, el desprecio a la vida, la miseria moral y la mezquindad política de esta Unión Europea capitaneada por Berlín.
“No vengáis a Europa”. El amenazador mensaje del presidente de la UE, el polaco Donald Tusk, se materializaba sólo unos días después en el indignante acuerdo con Turquía, que supone tratar a los refugiados como mercancía y ejército de reserva de mano de obra barata para el capital europeo. Una “solución final” cuya primera consecuencia es condenar a los refugiados a volver a una Turquía convertida en un inmenso campo de concentración.
El pasado 7 de marzo, la Unión Europea y el gobierno turco firmaban un principio de acuerdo que significa una nueva vuelta de tuerca en el hipócrita e indigno tratamiento que la UE está dando a los cientos de miles de refugiados procedente de las zonas de guerra y conflicto en Oriente Medio, Asia y África.
Apenas cuatro días después de que Tusk lanzara su categórica advertencia, los jefes de Estado y de Gobierno cerraban en Bruselas un acuerdo con el primer ministro turco, Ahmet Davutoglu, que contempla la devolución inmediata a Turquía de todo extranjero que haya llegado ilegalmente a las costas griegas, incluidos los sirios que huyen de los bombardeos y el salvajismo del fundamentalismo islámico.
Para tratar de enmascarar lo que constituye un auténtico proceso de expulsión colectiva, un mecanismo declarado ilegal tanto por el alto comisionado de la ONU para ayuda a los refugiados como por la Convención de Derechos Humanos de la propia UE, el acuerdo afirma que por cada refugiado devuelto a Turquía, la UE se compromete a retornar desde este país a un número de refugiados equivalente al de expulsiones. Un auténtico papel mojado, un brindis al sol, una verdadera tomadura de pelo después de lo que hemos vivido este último año.
Hipocresía y promesas vacías
El 22 de septiembre del pasado año, el Consejo Europeo decidió iniciar el proceso de acogida legal e integración de 160.000 de los refugiados entonces presentes en sus fronteras periféricas. Se asignó a cada país la acogida de un número determinado de ellos según criterios de peso económico y población. Seis meses después de aquello, y al ritmo actual de acogida, se necesitarían 154 años para completarla.
Por poner sólo un ejemplo cercano, a España se le asignó la reubicación de más de 17.000 refugiados. La realidad, sin embargo, es que hasta finales de enero tan sólo habían sido acogidos legalmente 19, un 0,11%. Con esa concesión de permisos, nuestro país necesitará… ¡299 años! para acoger a todos los que se ha comprometido.
A los números –que expresan por sí solos la reiterada hostilidad de todos los gobiernos europeos, excepto Grecia e Italia, a acoger en su territorio a los refugiados– se suman los cierres y controles fronterizos decretados por gran parte de ellos.
Un movimiento encabezado por Austria, el país que con su fijación de cuotas al paso de refugiados por su territorio, desencadenó los controles del resto de países de la llamada ruta de los Balcanes. Ruta que finalmente ha quedado clausurada tras la decisión de Macedonia de cerrar el paso del puesto fronterizo de Idomani, donde en la actualidad se calcula que viven hacinados más de 12.000 refugiados en unas condiciones infrahumanas. Sufriendo el frío, la lluvia y la nieve en precarias tiendas de campaña; padeciendo la falta de alimentos y, según el último informe de Médicos sin Fronteras, con un 70% de los niños afectados por diversas enfermedades. Y todo esto ocurre hoy, a escasos kilómetros de nosotros, ante la glacial indiferencia de los gobiernos europeos.
Pero en realidad, la situación del campo de Idomeni no es más que el resultado final, el último paso de una serie de medidas encadenadas con las que países como Hungría, Eslovenia o Croacia sellaron sus fronteras con Grecia mediante vallas repletas de concertinas y un despliegue inusitado de fuerzas de seguridad, perros policía, tanquetas antidisturbios e incluso unidades militares.
O de otras que, como en el caso de Dinamarca y Gran Bretaña, han decidido requisar a los refugiados todo su dinero y enseres de valor “para ayudar a costear los gastos de su estancia”. Una medida que trae enseguida a la memoria –por su cercana textura ideológica y moral– las prácticas nazis que empezaron expoliando a los judíos sus empresas, propiedades, dinero o joyas, para acabar arrancándoles hasta los dientes de oro.
Mientras tanto, la propia Alemania, en la que Merkel se convirtió el pasado otoño en abanderada de una política abierta de acogida, se ha visto obligada ante la oposición interna a restringir la llegada de refugiados mientras asiste impávida a la rebelión activa de los países del este o el norte de Europa negándose a aceptar el número de refugiados asignados por Bruselas o la resistencia pasiva del resto de gobiernos de la UE, como el español, que no han dado un sólo paso efectivo para cumplir sus compromisos de acogida.
Si durante seis meses, Europa ha sido incapaz de cumplir sus propios compromisos de acoger a 160.000 refugiados, ¿alguien se cree de verdad que va a hacerlo ahora, una vez libre de la presión migratoria en sus fronteras internas gracias al acuerdo con Turquía? Cerca de cuatrocientos mil refugiados, la mayoría de ellos procedentes de los cuatro millones de sirios registrados como refugiados en Turquía, Líbano, Jordania e Irak, se calcula que están ya dentro de las fronteras europeas. Para aceptar su devolución, Turquía ha obtenido de la UE un cheque por valor de 6.000 millones de euros. Un negocio rentable para ambas partes. Para Ankara, porque nadie va a tener la capacidad de supervisar a qué se va a destinar todo este dinero. Para Bruselas porque se quita de encima, por el momento, un problema al que no sabe, no puede o no quiere hacer frente a un bajo coste.