Un sabio independiente


En Caro Baroja la sabiduría, amplísima y profunda, y la independencia, radical y desinteresada, eran dos caras de una misma moneda.

Un enciclopedista del siglo XX

Si hubiera que definir a Julio Caro Baroja, de quien el pasado jueves se conmemoró el primer centenario de su nacimiento, con una sola palabra esa sería “sabio”. Y si hubiera que definirlo con dos, serían: “Sabio independiente”. Antropólogo, etnógrafo, folclorista, historiador, musicólogo, arquitecto de honor, escritor, pintor… era un enciclopedista en el siglo XX que sentía un profundo amor por su tierra y por su familia, y un enorme respeto por una educación rigurosa y tolerante, convencido de que sin ella la convivencia y el civismo dejarían paso a la intolerancia.

Resulta inútil resumir en unas líneas su impresionante obra. Baste decir que entre libros, artículos y prólogos se alcanza la cifra de 700 y de asuntos tan variados como los 18 volúmenes dedicados a los vascos, el ensayo sobre la literatura de cordel, los dos tomos sobre la Inquisición o los estudios antropológicos en los clásicos griegos y latinos, sin olvidar un libro esencial para un pueblo políticamente abandonado y reprimido: Estudios saharianos, publicado hace 59 años y que se convirtió en la biblia de “los hijos de la nube”, pues en él se recogen las tradiciones, usos y costumbres que hasta entonces no habían sido compiladas. Un trabajo de campo extraordinario de un solitario que hizo de la etnografía una de sus mayores pasiones.

Julio Caro Baroja (Madrid, 1914; Vera de Bidasoa, Navarra, 1995) es un hijo predilecto de la Institución Libre de Enseñanza, un experimento docente aniquilado por la Guerra Civil y sus vencedores. Su mayor empeño fue introducir en España, desde el laicismo, las corrientes pedagógicas y científicas más avanzadas. Piénsese que en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza aparecieron nombres de la talla de Bertrand Russell, Henri Bergson, Charles Darwin, Maria Montessori, León Tolstoi o H. G. Wells, por citar tan sólo unos pocos, además de la mayor parte de la intelligentsia española. Ese fue el caldo de cultivo de Julio Caro con un complemento esencial: su familia; sus tíos Pío y Ricardo; su madre, Carmen, y su padre, el editor Rafael Caro Raggio.

Del amor, respeto y admiración hacia su familia queda cumplida constancia en un libro de memorias que es, probablemente, el texto español más hermoso de los publicados en su género durante el siglo XX. Los Baroja no es sólo un ejercicio memorialístico ejemplar; es, también, una espléndida crónica de buena parte del pasado siglo español. Escrito sin tapujos, sin mixtificaciones, Julio Caro impulsó con él un concepto de las memorias más anglosajón, menos manipulador. En realidad, hizo lo que debía hacer un hijo espiritual de Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossio, los dos primeros responsables de la ya citada Institución Libre de Enseñanza: introducir la modernidad en el país.

En ese espléndido libro se muestra y demuestra que su autor, además de ser antropólogo, etnógrafo, historiador, ensayista… es también barojiano, una manera de ser y estar especial y única: lúcida, pletórica de sentido común y, sobre todo, radicalmente independiente.

Un par de detalles que ratifican lo dicho anteriormente. Por ejemplo, cuando Julio Caro se presentó a unas oposiciones a cátedra. Renunció a la prueba al escuchar delante de él en el examen oral a un aguerrido falangista e ignorante en la materia que se desabrochó la camisa para enseñar al amedrentado tribunal una cicatriz de guerra mientras decía: “No sé Historia, pero la he hecho”. No aguantó más y dejó pasar una plaza universitaria para la que estaba sobradamente preparado. Tiempo después, y tras un breve periodo al frente del Museo del Pueblo Español, dimitió de su cargo al comprobar el inexistente interés en mantenerlo abierto. Lo mismo hizo, ya muerto Franco, cuando el Gobierno vasco le nombró asesor de la recién creada televisión autonómica. A la tercera o cuarta reunión renunció al considerar que sus consejos eran solo papel mojado.

Hasta culminar en su participación en la campaña “Las bases a referéndum”, formando parte de la Mesa nacional de personalidades.

El laberinto vasco

Antropólogo, historiador, memorialista, investigador, erudito, autor de biografías ficticias, la curiosidad humana e intelectual de Julio Caro Baroja carecía de límites y mostraba unos conocimientos enciclopédicos que muy pocos compatriotas suyos soñaron siquiera imaginar. A caballo entre un género y otro, desdibujando deliberadamente sus lindes, era ese ejemplar de creador inasible, reacio a todo esquema clasificador. La hondura y diversidad de su vocación interdisciplinaria -en los antípodas de la erudición reiterativa y cansina de muchos de sus colegas académicos- suscitaban el recelo de éstos y un distanciamiento cortés, pero eficaz, que le acompañó de por vida. La libertad y la independencia artística, política y moral eran sus bienes más preciados y aceptó con lucidez e ironía el precio que debía pagar por ellas. Si, con su habitual miopía y sordera, la institución literaria no le premió, él supo acomodarse a su aislamiento con más humor que resignación.

Sus distintos acercamientos y calas a la realidad del País Vasco desde un punto de vista antropológico, histórico, cultural, político e ideológico revelan asimismo una extraordinaria capacidad de discernimiento ajena a todo reduccionismo y designio manipulador. En su doble condición de español y euskaldún, Julio Caro Baroja se adentra en El laberinto vasco sin anteojeras de ningún orden, atento a esquivar las trampas del credo nacionalista y de su obsesión identitaria. Contrariamente a Arzalluz y los suyos (“Los vascos no nos hemos movido de sitio desde hace treinta mil años”), rechaza, pruebas en mano, la existencia de una identidad estática, frente a la que propugna otra, mutante y dinámica, exenta de todo lastre esencialista y sujeta a ciclos históricos de apertura y retracción. La transformación del vizcaíno, español al cuadrado en cuanto no sospechoso de contaminación judaica -recuérdese su orgullosa prosapia en la obra de Cervantes-, en independentista batasunero es vista a la luz de las guerras carlistas del XIX y la pérdida de sus Fueros. En virtud de esos vuelcos tan frecuentes en individuos y colectivos de creencias firmes y de apego sentimental a lo propio, el carlista de ayer, de boina y tragaderas anchas, es el abertzale de hoy, capaz de comulgar como aquél con toda la ciencia infusa de mitólogos de la especie de Sabino Arana. Como dice Caro Baroja, “el amor al propio lugar de nacimiento, unido al fervor religioso y a veces también a cierto orgullo genealógico, son siempre factores que contribuyen a la creación y luego a la difusión de las falsificaciones”.

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