Mientras Braveheart se pasea por los escaparates del romanticismo, Laidlaw sigue recorriendo las arterias de los desheredados de Escocia.
Con Escocia enfriándose en la actualidad política internacional, muchos se preguntan en España por qué la izquierda socialista y republicana escocesa, y muchos de sus representantes culturales, se alinearon con la independencia. Algo que en Cataluña, pese a todos los intentos de la omertà, sería imposible. No pretendemos resolver esta pregunta en las siguientes líneas, en absoluto. Pero sí utilizarla como excusa para acercarnos a lo que se ha llamado el Tartan Noir, un estilo de novela negra “genuinamente” escocesa (el término hace referencia a la famosa tela utilizada en la confección de las faldas escocesas). Más teniendo en cuenta que William McIlvanney, considerado como el útero en el que se ha gestado el Tartan Noir, ha sido la cabeza de la defensa de la independencia en el ámbito cultural.
Recientemente William McIlvanney participó en una de las tertulias de Getafe Negro, invitado por Lorenzo Silva. En ella, el novelista escocés, contestando a una de las preguntas del publico, blandía orgulloso el voto mayoritario en Glasgow por el Sí a la independencia. No es casualidad. En el cinturón rojo de Glasgow se ha librado una dura batalla durante la campaña del referéndum. Y tampoco es casualidad que en sus calles, en las del barrio de Gorbal, de Bridgeton o Calton, transcurran las negras historias del Tartan Noir.
El lenguaje de los desheredados
A finales de los años 30 los escritores norteamericanos Raymond Chandler y Dashiell Hammet sentaron las bases de una tradición literaria que ha influido a varias generaciones de escritores de punta a punta del planeta. Tanto Cosecha Roja, como el detective Marlowe, han servido de guía para la construcción de un discurso literario que ha ido más allá de las formas que definen un estilo como el hard boiled (distintos escenarios cargados de violencia, un rudo detective de métodos dudosos, múltiples asesinatos, un protagonista implicado en la trama criminal…).
El afilado bisturí de Hammet irrumpió en plena crisis del 29 para desentrañar la naturaleza misma del capitalismo.
Activista antifascista y militante del Partido Comunista, Hammet creó un lenguaje literario propio de los desheredados en las gigantescas urbes del Imperio.
Uno de los más fieles representantes de la novela negra norteamericana, James Ellroy, autor de las obras en las que se basan los éxitos cinematográficos de L. A. Confidential o La Dalia Negra, fue el responsable de acuñar el término “Tartan Noir”. Aunque Ian Rankin, el más exitoso escritor del Tartan Noir, cuenta que le sugirió la idea a Ellroy en una feria literaria. Ambos han alabado a McIlvanney como fiel abanderado del legado de Chandler y Hammet, pero sobretodo, como creador de un estilo particular, comprensible desde las entrañas de los barrios obreros de Glasgow. Tanto es así que leer a McIlvanney es encontrarse con fórmulas ya conocidas y mil veces utilizadas. Porque él les dio forma por primera vez, y en sus obras tienen más verdad que en ninguna otra.
Las editoriales han encontrado rápido acomodo en la etiqueta Tartan, agrupando a escritores como Val McDermid, Denise Mina, Peter May o Chris Brookmyre bajo la estela de McIlvanney. Pero el padre de la criatura reniega de ella, calificándola de “sucedáneo” comercial. Y eso que con la extensión del término William McIlvanney ha vuelto a colocarse en el centro de atención y el reconocimiento de las ferias editoriales y de género. El escritor, hijo de un minero nacido en Kilmarnock, centro de la industria textil escocesa, ha visto renacer el reconocimiento a su obra y se plantea retomar la serie del agente Laidlaw, hasta ahora concluida como trilogía en 1991.
Hijos de la ciudad
Sea como fuere, su mayor presencia ante el público sirve para conocer mejor la expresión negra de una literatura que se gesta en los años 70 y que se rebela ante el gigante que sangra los barrios obreros de Escocia.
Laidlaw es “un hombre potencialmente violento que odiaba la violencia, un defensor de la fidelidad que era infiel, un hombre activo que anhelaba la comprensión”, un policía con una enorme preocupación social, un agente de la ley que la cuestiona continuamente, un inconformista en las filas de la represión, y un excelente detective:
“Una de las cosas por las que estoy en este trabajo es para aprender. No sólo cómo atrapar criminales sino también quiénes son realmente y quizás por qué. No soy un perro guardián entrenado para cazar a quien me ordenen con un silbido. No sólo sospecho de la gente a la que doy caza. También de quienes me lo ordenan”
Laidlaw describe un Glasgow triste como él, con los mayores complejos de viviendas de Europa, “basureros arquitectónicos donde descargan a las personas como si fuera lodo. Arquitectura penitenciaria”. Ante esto, trata de absorber la ciudad, comprenderla, encontrar en ella las respuestas.
Los libros de Laidlaw son fundamentales para entender lo que ha venido después de tierras escocesas. Un personaje que no se olvida y que reduce a meras copias y acumulación de convenciones a muchos de los que han venido luego.
Brian Harkness es su fiel escudero, un secundario que hace de Sancho-Watson y de interlocutor para los complicados enigmas que atormentan a Laidlaw. Por eso Harkness habla del “efecto Laidlaw”: “Un día con él es suficiente para confundir todas las ideas preconcebidas y convertirte en un desconocido para ti mismo. Qué hijo de puta más complicado”
Mcllvanney sintetiza en Laidlaw como personaje aquellos elementos que conforman un sistema moral y ético propio de los desheredados.
“Pero es que hay dos tipos básicos de profesionales, descubrió Harkness en un momento de iluminación autocongratulatoria. Está el profesional que hace algo lo suficientemente bien para ganarse la vida con ello. Y está el profesional que crea un compromiso tan intenso que el ganarse la vida con ello es algo que ocurre de paso. Su dinámica no es el salario sino la determinación para hacer algo tan bien como puede hacerse”.
Laidlaw está atormentado por la violencia, por la carga de saber que existen seres humanos que son capaces de proporcionar dolor a otros, por desenmascarar a los culpables; pero eso tampoco calma su dolor, porque no puede borrarse lo hecho, no puede darse marcha atrás para desandar lo andado, no se le puede devolver la vida a un muerto.
Pero Laidlaw no es el principal personaje de McIlvanney, lo es Glasgow. Lo demás son tan solo hijos de la ciudad. Una Glasgow obrera y desindustrializada, sembrada por tenements – edificios colmena de viviendas – en franco deterioro, como laberintos del conflicto social.
Wallace vs Laidlaw
En barrios como Calton, hace solo unos años, la esperanza vida de un hombre rondaba los 54 años (la media de Glasgow era de 70), según estimaciones locales que luego corroboró la Organización Mundial de la Salud (OMS). En Bridgeton, el 85% de los adultos que trabajan pide ayudas sociales.
Independientemente de otras razones históricas, éstas son las bases del apoyo socialista al proceso de independencia. Bases que han encontrado en el efecto Laidlaw un fiel y magnético representante. La Escocia obrera y popular hace tiempo que adelantó por la izquierda al SNP (partido nacionalista escocés), rechazando, por ejemplo, la pertenencia a la OTAN. Pero el partido de Salmond, de tradición conservadora, ha desarrollado políticas sociales ganándose el apoyo de una tradición obrera y popular castigada tanto por Thatcher como por el laborismo.
En cualquier caso, el referéndum es una anécdota. Lo relevante es que mientras William Wallace, el héroe escocés en el que se basa la película Braveheart, se pasea por los escaparates del romanticismo y la mitología, Laidlaw sigue recorriendo las calles de Glasgow atormentado por cada vida que no puede recuperar y maldiciendo a quienes le ordenan capturar a los asesinos, porque ellos los parieron. Con o sin falda escocesa, el efecto Laidlaw es la sangre de las arterias de los desheredados de Escocia.
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