Durante los siglos XVI y XVII el castellano no fue sólo la lengua del Imperio español, aquel sobre el cual la retórica del momento aseguraba que “nunca se ponía el sol”, sino la patria de algo más duradero, profundo y universal: la literatura del “siglo de Oro”, la que germinó clásicos imperecederos como El lazarillo de Tormes o La Celestina, la poesía mística de San Juan de la Cruz, la obra de Santa Teresa, la poesía de Góngora y Quevedo, el Quijote, que dio acta de nacimiento a la novela moderna, o la “comedia nueva” de Lope de Vega, que está en el origen de toda la dramaturgia posterior. La ya entonces denominada “lengua española” fue hasta bien entrado el siglo XVIII (y hasta los románticos del XIX alemán) una de las fuentes literarias de primera magnitud, una referencia esencial a la hora de fijar el canon de la verdadera literatura.
Luego ya sabemos: casi dos siglos de decadencia peninsular, y un paralelo erial cultural, donde poco a poco se empiezan a escuchar las primeras voces que llegan del otro lado, de la antigua América hispana, donde una veintena de repúblicas independientes, todas de habla española, van creando sus propios universos simbólicos y culturales, sin necesidad de cortar y extirpar las raíces. Y es así como, a finales del XIX y principios del XX, una voz americana de habla española, Rubén Darío, crea desde la poesía el primer esbozo de la modernidad literaria, sacude el lenguaje, adormecido y decimonónico, y lo pone a la hora de los tiempos y del estado del espíritu universal.
En su estela, y con un impulso súbito, la generación del 27, subida a lomos de la República española, y de la gesta heróica de los tres años de lucha (cabe recordar, ¿cuántos países europeos se resistieron así contra la bestia fascista?), la lengua española volvió a tener un efímero pero real fulgor universal. De la mano y la voz de García Lorca, y de sus compañeros de generación, la lengua española volvió a colocarse en el centro de la creación. Pero la derrota cortó las alas a la paloma, y el español volvió a ser una lengua más de armas y sangre que de cultura.
Hasta que a mediados de los sesenta del siglo XX un grupo de escritores hispanos (peruanos, colombianos, argentinos, chilenos, uruguayos, mexicanos…) irrumpen como un ciclón en el escenario literario global, con un genio y un desparpajo absolutos. García Márquez fue, de alguna manera, quizá por el fulgor inextinguible de una creación total como es “Cien años de soledad”, la punta de lanza esencial de aquel ciclón, que barrió los cinco continentes. La palabra que ha quedado para expresar esa emergencia explosiva, el “boom”, no pudo ser más certera. De pronto, un “continente” entero (y parcialmente sumergido) de la literatura mundial, emergió a la superficie, colocándose además en el centro mismo de la creación literaria.
Buena parte de ese fenómeno eruptivo se debe, sin duda (aunque no en exclusiva) al efecto devastador provocado por la aparición de “Cien años de soledad”, quizá la única novela del mundo que se hizo universal sin un sólo banner de publicidad. No hizo falta. Cada lector se convirtió en un altavoz furibundo de la “buena nueva”. Léase si no la carta que en 1967 le envió Carlos Fuentes a Julio Cortázar para recomendarle la lectura de Cien años de soledad, y que comienza así: “Querido Julio: Te escribo impulsado por la necesidad imperiosa de compartir un entusiasmo. Acabo de leer Cien años de soledad: una crónica exaltante y triste, una prosa sin desmayo, una imaginación liberadora. Me siento nuevo después de leer este libro, como si le hubiese dado la mano a todos mis amigos. He leído el Quijote americano”. O recuérdese el ensayo de Vargas Llosa (“Historia de un deicidio”), donde afirma: “Cien años de soledad es una novela total, en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual”. Y afirma: “Es uno de esos raros casos de obra literaria mayor, contemporánea, que todos pueden entender y gozar”. Para el escritor colombiano Álvaro Mutis, recientemente fallecido también en México, y uno de los amigos más antiguos de Gabo, “Cien años de soledad toca vetas muy profundas de nuestro inconsciente colectivo americano. Hay en ella una sustancia mítica, una carga adivinatoria tan honda, que pierdo siempre la serenidad para juzgarla. Sigo creyendo que es un libro sobre el cual no se ha dicho aún toda la deslumbrada materia que esconde. Cada generación lo recibirá como una llamada del destino y del tiempo y sus mudanzas poco podrán con él”.
Partiendo del concepto de “realismo mágico”, heredado del cubano Alejo Carpentier, para el cual la identidad americana sólo podía captarse desde lo “real maravilloso”, García Márquez apostó por una aventura de verdadero riesgo: trasladar la Mancha a Macondo, hacer cabalgar por América el ingenio, la locura, la cordura y la ironía cervantina, pero ya mezclada, en un mestizaje universal, con la magia indígena y -como recuerda el escritor colombiano Willian Ospina- con “la diablura, la travesura, la carnalidad y el erotismo del componente africano de nuestra cultura”. García Márquez logró fundir en su marmita todas las raíces de lo americano, y convirtió a la vieja lengua de sus antepasados, de sus abuelos y bisabuelos, en la lengua viva donde un mestizaje universal de raíz ibérica reformulaba todo el universo de la creación literaria, conquistando a lectores de todo el mundo. Porque como, sin exageración, reconocía el propio García Márquez durante el IV Congreso Internacional de la Lengua Española, celebrado en Cartagena de Indias (Colombia) en 2007, “Los lectores de Cien años de soledad son hoy una comunidad que si viviera en un mismo pedazo de tierra, sería uno de los veinte países más poblados del mundo”.
Pero el efecto benéfico del “boom” provocado por la bomba de Cien años de soledad no se limitó, en absoluto, al “éxito personal” de García Márquez. Al contrario. El estallido tuvo un efecto expansivo y multiplicador. Lo que emergió a la superficie fue no sólo un autor o un libro, sino todo un continente literario, pletórico de voces maravillosas y diversas, y obras de un valor indiscutible: en ese continente habitaban Borges, Neruda, Paz, Vallejo, Vargas Llosa, Onetti, Lezama Lima, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Julio Cortázar, Cabrera Infante, Bioy Casares, Sabato, Carpentier, Roa Bastos… y una lista interminable de autores, que desde la lengua española marcaban en ese momento un nuevo rumbo a la literatura.
En la alfombra mágica tejida por Gabo viajaron por el planeta entero todas las joyas de la literatura hispanoamericana y española del siglo XX, recuperando así para nuestra lengua un lugar central en el escenario literario del mundo. Por ello, sin duda, García Márquez fue algo más que un escritor colombiano que vivió 50 años en México y escribió una novela genial: se le recordará como el “mago” que volvió a conquistar el mundo para la lengua española.
J. Albacete