Ran, de Akira Kurosawa


Del Japón feudal a Shakespeare

Kurosawa ya conocía a Shakespeare. Había ambientado Macbeth en “Trono de sangre”, y partido de Hamlet o de “Los siete contra Tebas, de Esquilo, para crear “Los canallas duermen en paz” o “Los siete samurais”.
Cuando solo tenía 13 años, un terremoto asoló Japón. Su hermano mayor le llevó a las riberas del rio Sumida, donde se acumulaban cuerpos deformados. Kurosawa cerraba los ojos, y su hermano le obligaba a abrirlos, afirmando: “Si cierras los ojos frente a algo espantoso, estarás espantado. Si miras todo de frente nada te espantará.”
Nadie sabe si fue esta humilde lección infantil la que permitió que Kurosawa fuera uno de los pocos cineastas, junto a Orson Wells, capaces de mirar a Shakespeare a los ojos.
Ran en japonés significa caos y desorden. Y Kurosawa no podía haber escogido un título mejor para su película.
Porque “El Rey Lear” shakesperiano es el terremoto que se abre al rasgar las cortinas que ocultan la sustancia del poder.
Shakespeare escribe su obra en 1605, apenas 35 años antes de que la revolución encabezada por los puritanos de Cromwel abrieran la época de las revoluciones burguesas. Un periodo de cambio convulso, donde el centenario poder feudal se desmorona, sacando a la luz los horrores y crueldades que antes se justificaban.
El Rey, antes convertido en poco menos que una divinidad, es transformado en un mendigo. Los nobles asesinan innoblemente por la espalda. Y los criados matan a sus amos espantados ante la crueldad de que son capaces.
El mundo ha cambiado irremediablemente, y lo nuevo debe abrirse paso entre el caos y el desorden que anuncia el mismo título de Ran.
Kurosawa ambienta la destrucción de los Ichimonji entre 1467 y 1582, cuando los diferentes clanes nipones libraban encarnizadas luchas para salvaguardar su poder feudal. Una batalla que conducirá a la pacificación, encumbrando a unos y masacrando a otros.
En ese momento de cambio, el hilo trágico del “Rey Lear” shakesperiano nos demuestra su universalidad, demostrando que permite explicar tanto los conflictos de la Inglaterra isabelina como las desgarradores luchas en el Japón feudal.

Muchos tipos de locuras, un mismo poder

En “Rey Lear” hay muchos tipos de locuras, de muy diferente carácter y sustancia.
El bufón representa el disfraz de locura que debe adoptar la verdad para presentarse ante el poder. Los parlamentos del “Loco”, con un lenguaje brutal y explícitamente sexual, colocan siempre a los personajes ante la verdad, por muy hiriente que ésta sea.
Con ello el bufón cumple el papel catárquico que desde Aristófanes tiene la mejor palabra cómica, teñida por Shakesperare como anuncio de la tragedia inminente.
La locura del rey Lear está exactamente en las antípodas. Lear ha alcanzado y conservado el poder gracias a los más crueles y macabros crímenes. Mientras está protegido por la autoridad real es venerado por subiditos, nobles e hijas. Cuando se despoja del poder todos le cierran la puerta y le apuñalan por la espalda.
Toda la noble educación, todas las bellas palabras de las hijas hacia su padre, se rebelan como falsedades utilizadas dentro del juego del poder.
Lear tiene que caer hasta el más amargo infierno, sumergirse en la más absurda locura, catar la pobreza más cruel, para poder presentarse como un ser humano.
Entonces, Lear toma conciencia de la negra sustancia del poder que él mismo ha ejecutado durante décadas. Y solo puede protegerse camuflándose en la locura y deseando la muerte como la única salvación posible. Transformando el deseo, capaz de engendrar vida, en lucha por la propiedad del ser amado, que solo puede conducir a la muerte.
No es extraño que la ya triunfante burguesía no soportara al “Rey Lear”, cambiando hasta el Romanticismo el agrio desenlace shakesperiano por el final feliz de la versión anterior firmada por Tate.
Era la época de “La Razón”, y Johnson se atrevió a afirmar que “los sentimientos de los personajes del Rey Lear son una barbarie anticuada y superada”.
Goya nos informó en los albores del XIX que “el sueño de la razón produce monstruos”. Shakespeare nos enfrenta a esa verdad. La burguesía ha heredado el poder que arrebató a la nobleza. Globalizando su negra y criminal sustancia.
Kurosawa no elude la tragedia. La caida de los Ichimonji conduce inevitablimente a la destrucción total del clan. A un espectáculo donde el poder, la venganza, la pasión y la ambición se subliman a su máxima potencia, hasta convertirse en potencias sin control que devoran toda creación humana.
El director japonés nos conduce por Shakespeare con pulso firme. Utilizando todos los detalles, desde el vestuario a los colores, como un altavoz para narrar una historia apasionante.
Una lección de cine tan sensual que muchas veces puede tocarse, oler, enlazando la sensibilidad oriental con la mejor literatura occidental.
Porque, desde Oriente a Occidente, todos sufrimos un poder que se parece demasiado, y todos nos rebelamos ante él con la misma fiereza.
Joan Arnau

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