Macbeth, de Orson Wells


Pocos han sabido captar como él la esencia trágica, la densidad y complejidad del fascinante universo creado por el dramaturgo inglés.
Orson Wells era una auténtica fuerza de la naturaleza, cuyo estado natural lo constituía el exceso que nace de la libertad y la pasión. Antes de desembarcar en el cine, Wells había revolucionado cada uno de los campos artísticos por donde había transitado.
Aquel Broadway de los años treinta –donde todavía era posible que, en pleno corazón del teatro más comercial, se instalaran también las vanguardias y el compromiso artístico- se estremeció ante los audaces montajes que Wells ofrecía. Ofreciéndonos en la mayoría de ellos versiones radicalmente nuevas de los clásicos de Shakespeare. Un Macbeth ambientado en el Haití del emperador Cristophe encarnado íntegramente por actores negros. O un Julio Cesar virulentamente antifascista, ambientado en la Italia mussoliniana y con detalles escenográficos que remitían directamente a la Alemania nazi.
Cuando el American Film Institute concedió un premio a Orson Wells, éste declaró que “sólo puedo aceptar este honor en nombre de todos los indomables”.
Y es que Wells era demasiado grande, incluso para un monstruo como Hoollywood. Demasiado independiente. Demasiado radical.
Su primera película fue “Ciudadano Kane”. Con ella no solo revolucionó el mundo del cine, sino que sobre todo se atrevió a señalar con el dedo al mismo corazón de la gran burguesía norteamericana, a retratar con total libertad las miserias que se ocultan detrás de una máscara prefabricada.
A partir de ese momento, el poder marcará a Wells con una cruz. Y el que es quizá el mayor genio que haya dado el cine norteamericano será expulsado de Hollywood.
“El cuarto mandamiento” o “La dama de Sanghai” serán masacradas en la sala de montaje. Y Wells huye de la dictadura de los grandes estudios, buscando una nueva libertad.
Es entonces cuando Orson Wells vuelve a Shakespeare.
Recién desterrado de Hollywood, en 1948 Wells se embarca, quizá a modo de secreta venganza, en llevar a la pantalla un Macbeth al que, lejos de suavizar, se le afilan sus aristas más terribles y violentas.
“Macbeth” es una de las más altas cumbres del genio de Shakespeare. La que nos enseña que el poder no “cae del cielo”, sino que sólo puede nacer de un asesinato primigenio, la única forma de que una minoría robe por la fuerza a la mayoría su libertad.
La figura de Lady Macbeth es universal, emborrachada de poder, enloquecida por la visión permanente de la sangre –el “profundo carmesí”- a la que debe su privilegiada posición.
Es el mito –tan recreado por Wells en casi todas sus películas- de un poder que nace necesariamente del crimen y que se ve obligado a alimentarse permanentemente de sangre nueva. Pero que, como inevitable reverso de todo poder usurpado, lleva en su mismo seno la semilla de su autodestrucción, de su final violento.
Wells realizó Macbeth en precarias condiciones materiales. Con un presupuesto ridículo y obligado a rodarla en tan solo 21 días. Y bajo el patrocinio de La Republic, pequeña productora especializada en películas de serie B.
Pero convirtió la necesidad en virtud. Aprovechó decorados de los westerns que se hacían para los programas de sesión doble. Creando un escenario irreal, exacerbado por una extraordinaria fotografía en blanco y negro que bebía del expresionismo alemán.
Wells consiguió en Macbeth crear una atmósfera que traspasa la pantalla. Llenando de una densidad malsana -extraordinariamente adecuada para el tema que Macbeth trata- cada fotograma.
La genial interpretación que el mismo Wells hizo de Macbeth completó el círculo. La apabullante presencia física de Wells en la pantalla se utiliza para recrear el Macbeth más terrible y atormentado.
Una obra maestra que debe tanto a Shakespeare como a Wells.
Joan Arnau

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