Shakespeare nos enseña en “Julio Cesar” que lo esencial no es el régimen -más “democrático” o más “autoritario”- sino las relaciones de poder -de clase- mucho más profundas y brutales.
El poder es el poder, aunque cambie de vestido
Hoy en España nos quieren conducir a situar en el centro del debate político la contradicción entre monarquía y república. Hace casi cinco siglos, Shakespeare nos enseñó en “Julio Cesar” que nos engañarán si fijamos nuestra atención en los regímenes y no en el poder -el poder de clase diríamos ahora-, en quién lo detenta y cómo lo ejerce.
Shakespeare abre “Julio Cesar” con una escena donde los nobles romanos desalojan a comerciantes y artesanos de la fiesta oficial para recibir al Cesar victorioso, echándoles en cara su seguidismo al tirano, señalando que ese no es el lugar que les corresponde, y utilizando su autoridad para expulsarlos. Trazando desde el principio una línea de demarcación de clase. La obra no tratará de las reivindicaciones o disensiones de la mayoría. Porque éstos han sido expulsados del teatro desde la primera escena. Y solo reaparecerán para ocupar un papel subalterno, al servicio de una u otra fracción de la nobleza.
Pero también sitúa en esa primera escena la contradicción principal que recorre toda la obra. Los dos nobles que se pronuncian contra Cesar son inmediatamente detenidos y ejecutados. Señalando que el terror de la Dictadura se impone también, y cabe decir sobre todo, contra la nobleza.
En la siguiente escena el foco se dirige hacia los “conspiradores”, representando a la flor y nata de la nobleza esclavista romana. Y retratados como un oscuro grupo de traidores, con el rostro tapado y dispuestos a todo por conservar su tradicional poder sobre el Estado romano.
Hablan con “buenas palabras” -oposición a la tiranía, defensa de las libertades republicanas, anteposición del “bien común” a la ambición personal-, pero Shakespeare nos deja claro que toda esa “palabrería” no es más que un disfraz para ocultar su auténtico rostro: la defensa de sus históricos privilegios como clase amenazados por la excesiva concentración de poder en la monumental figura de Julio Cesar.
Detrás del argumento central de la obra están los más agudos conflictos de clase de la época, genialmente sintetizados por la intuición de Shakespeare siglos antes de que el marxismo nos proporcionara la clave para entenderlos.
La aguda lucha de clases de los últimos tiempos de la República había dado como resultado a Cesar. La pugna entre patricios y plebeyos, la disputa entre los clanes de la alta nobleza, e incluso la rebelión de los esclavos -dirigidos por Espartaco- obligan a concentrar el poder en la figura de un dictador.
Pero Julio Cesar es algo más. No procede de los grandes clanes de la nobleza, que han detentado durante siglos el poder en exclusiva. Sino de una familia, desde luego patricia pero venida a menos y ahogada por las deudas.
Julio Cesar es, junto a Alejandro Magno, la figura más destacada de la antigüedad clásica. Genio militar, pero también estadista -inventó la burocracia estatal-, literato y humanista.
El único que, por la magnitud de su figura, podía sostener una lucha con la alta nobleza y salir victorioso. Por eso era imprescindible asesinarle.
Cuando los conspiradores de la alta nobleza hablan de “recuperar las libertades republicanas” se refieren a restaurar su poder absoluto sobre el Estado, amenazado si Cesar consigue dar continuidad a su obra.
Shakespeare no permite que el filo del retrato del poder se diluya en la simplicidad de la dicotomía entre dictadura y república.
Julio Cesar es un tirano, pero un personaje histórico de una magnitud inabarcable, y se va agigantando conforme avanza la obra.
Mientras que los asesinos y confabuladores se empequeñecen, evidenciando que detrás de las “bellas palabras” de combate al dictador, se esconde la ambición de las más importantes familias nobles, desplazadas por el poder personal de Cesar.
El asesinato de Julio Cesar acabará desembocando en el Imperio, bajo la figura de Octavio, donde el emperador se convierte incluso en un nuevo dios. Pero esta vez la concentración del poder está pilotada por las grandes familias de la nobleza.
Los mismos que se levantaron contra Cesar para “defender la República” la liquidarán pocos años después para instaurar el Imperio.
Porque no es el régimen lo que verdaderamente importa. Sino quien tiene el poder. Y para conservarlo, la alta nobleza romana no puso reparos en cambiar de régimen.
El poder siempre nace de la fuerza
Como en sus mejores obras, en “Julio Cesar” Shakespeare nos enseña que el poder siempre nace del crimen, siempre tiene las manos manchadas de sangre, y siempre se apoya en última instancia en la fuerza.
En el 71 a.c. Pompeyo tuvo que aplacar a sangre y fuego la rebelión de los esclavos dirigida por Espartaco. Pero Cesar tuvo que decretar el asesinato de Pompeyo para encumbrarse como dictador. La alta nobleza solo pudo resolver su conflicto con Cesar matándolo. Y a su vez, fue la guerra lo que decidió las diferencias entre los “conspiradores”. Primero derrotando y asesinando a Bruto y Casio, y luego decretando, también por la fuerza, la victoria de Octavio sobre Marco Antonio.
Hay una escena brutal donde, tras asesinar a Cesar, el nuevo triunvirato -Marco Antonio, Octavio y Lepido- se reunen para decidir, con absoluta frialdad, a quién es necesario asesinar. Y se intercambian la vida de hermanos o primos como negociación politica para repartirse el poder.
Esta es la sustancia del poder, que Shakespeare captó con su genio universal. Siempre se apoya en la fuerza para dominar, siempre nace del crimen y exige alimentarse de nueva sangre. Sea bajo la tiranía o bajo un régimen aparentemente “más democrático” pero dominado por la misma clase dominante, ayer la nobleza esclavista hoy las grandes burguesías monopolistas.
El “Julio Cesar” de Mankiewicz
J.L. Mankiewicz nos legó con su “Julio Cesar” una de las mejores adaptaciones de Shakespeare al cine.
El teatro era una de sus grandes pasiones pero tuvo que pelearse contra los grandes estudios para poder realizarla.
Muchos le echaron en cara su excesiva teatralidad, reproduciendo los diálogos shakesperianos, e incluso el Festival de Venecia rehusó incluirla en su programa.
No entendieron nada. Mankiewicz respeta el texto shakespiriano porque es imposible superarlo. Pero sabe transformar el texto teatral en cine puro por medio de una puesta en escena arrolladora, sólida, imaginativa que utiliza la cámara para escrutar sin descanso a los personajes, turbios y atormentados.
Apostando por la austeridad de medios para poder centrarse en lo esencial suprimiendo todo elemento accesorio que pudiera distraer al espectador como pasa con frecuencia hoy en día.
Rehusó utilizar el color -cuando las superproducciones más rentables lo utilizaban como reclamo-porque “la sangre de César iba a dominar toda la puesta en escena y no era el rojo de la sangre lo que dominara las relaciones de Bruto, César y Marco Antonio”.
Mankiewicz se apoyará en un excepcional elenco de actores capaces de sostener la tragedia y el texto de Shakespeare.
Presididos por Marlon Brando, cuya presencia física, casi animal, le permite transmitir cosas mucho más allá del guión.
De su interpretación de Marco Antonio, llena de fuerza y tensión, John Huston dirá que era “como abrir un horno caliente dentro de una habitación oscura”.
Le acompañarán James Mason, emblema de lo mejor de la escuela británica, capaz de encarnar el contradictorio y atormentado mundo interior de Bruto sin necesidad de recurrir al histrionismo.
E incorporando a John Gielgud, uno de los mejores actores teatrales shakespirianos de todos los tiempos, que sabe expresar la doblez y mezquindad de Casio.