Cuando Shakespeare se funde con Cervantes


El cine Coliseo, en Zaragoza, albergó en 1965 el estreno mundial de “Campanadas a medianoche”, una obra posible gracias al empeño del productor Emiliano Piedra, y en la que Orson Wells ejerció un control total sobre la escritura, la realización y la postproducción.

Censurado en Hollywood, obligado a exiliarse a pesar de ser el mayor talento del cine norteamericano, paradójicamente Wells encontró la libertad creativa que necesitaba, y que la “democracia” estadounidense le negaba, en una España todavía bajo el franquismo.
Libre de cualquier dictado comercial, y de la dictadura de los grandes estudios, Orson Wells vuelve otra vez a subirse a los hombros de Shakespeare para contemplar el mundo desde esa majestuosa altura.
Recuperando un antiguo y ambicioso proyecto que intentó representar sin éxito en los años treinta con el Mercury Theatre. Basado en una personalísima síntesis de cuatro obras capitales de Shakespeare (“Las comadres de Windsor”, “Ricardo II”, “Enrique IV”, “Enrique V”).
En “Campanadas a medianoche” conviven dos mundos de clase paralelos, pero sobre todo antagónicos e irreconciliables entre sí.
De un lado “Cabeza de Jabalí”, la taberna donde reina John Falstaff. Allí se entremezclan ladrones, vagabundos, rameras, hidalgos venidos a menos… Y se expresa en toda su fuerza y plenitud una vida popular irreverente e incapaz de sentir el más mínimo respeto por todo lo que la sociedad de orden considera sagrado, abominando de toda autoridad, por muy poderosa que sea.
En la taberna de Falstaff el Rey que todos temen se corona con una cacerola y es objeto de burla y chanza.

Al otro lado de la realidad, separado por una barrera física -unas murallas de Ávila que Wells convierte en el muro que separa los dos mundos- está la Corte.
En la “Cabeza de Jabalí” habita la vida… la corte es el reino de la muerte. Toda la jovial plenitud de la taberna popular se transforma en hierática castración. La corte es el nido de intrigas y ponzoñas. Allí se ha instalado un poder al mando de un Rey que debe su corona a la traición y al asesinato.

Un poder despiadado que reclama diariamente su ración de sangre. Y que consume y deforma incluso a los reyes que lo ejercen.

El pueblo no puede entrar en el palacio

Falstaff ha cultivado la ingenua e imposible ambición de que el pueblo podía saltar la muralla, entrar en el palacio y codearse de igual a igual con reyes y nobles.
El príncipe Hall se ha convertido en su inseparable compañero de juergas, bromas y correrías. Parece que, por fin, los dos mundos separados durante siglos han encontrado su punto de conexión.
Pero el príncipe sabe que su estancia en la taberna es solo una diversión pasajera. Es consciente de sus obligaciones de clase y sabe que, llegado el momento, deberá inevitablemente escupir sobre los que entonces eran sus camaradas como precio para ceñirse la corona.
Muerto el Rey, y convertido el príncipe en nuevo monarca, Falstaff piensa que ha llegado el momento, que las murallas se abrirán para, de la mano de un nuevo soberano joven y “compañero”, permitir a la irreverencia popular transformar la rigidez del palacio.
Pero Hall ya no es Hall. Ahora es Enrique V, y su público desprecio hacia Falstaff es sobre todo “ejemplarizante”. Los reyes cambian, pero las murallas persisten, porque el poder sigue conservando su misma naturaleza. El pueblo al que es necesario oprimir y explotar no puede considerar que el palacio es su casa y los reyes sus “compañeros”.
El sueño conciliador de Falstaff se revela como una fantasía irreal. Y el frío cálculo de la cruda realidad se impone sobre cualquier sentimiento o afinidad.
Este es el corazón de “Campanadas a medianoche”. Como el mismo Orson Wells confesó “toda la película es una preparación para esta escena”. Porque en ella, donde el “príncipe juerguista” se ha transformado en un Enrique V tan hierático como su padre, realzando con un contrapicado su “majestad”, su nueva condición de poder, y que aparta fríamente a Falstaff, está el conflicto principal.
Falstaff es ladrón, embustero, tramposo, pero es sobre todo, en palabras de Wells, “uno de los personajes más merecedores de ser considerado un hombre bueno”.
Mientras que los grandes hombres de la corte son más mezquinos y miserables cuanto más poder acumulan.
Es imposible conciliar los dos mundos, porque hay una distancia de clase insalvable entre ellos. Para poder existir, uno debe dominar, cuando no triturar y aniquilar al otro.
Por eso el príncipe Hall debe empujar a Falstaff hacia la muerte para poder convertirse en Enrique V.

Joan Arnau

Shakesperare en España

En “Campanadas a medianoche” Orson Wells nos ofrece la mejor película sobre Shakespeare, la que mejor traslada a la gran pantalla la sustancia de las obras del dramaturgo inglés, y la que más lejos se atreve a llegar en el empeño.
Pero no es anecdótico que se rodara en España. La admiración por la gran cultura española rivalizaba en Wells con su pasión por Shakespeare. Y en “Campanadas a medianoche” ambas se funden.
La recreación de la vida que hierve en “Cabeza de Jabalí” bebe tanto de Shakespeare como del siglo de Oro español. En la taberna está, y no solo en presencia sino también en espíritu, los pícaros españoles. Allí acabaríamos encontrándonos con el Lazarrillo o el Buscón.
Y Falstaff es puro Shakespeare, pero también es puro Cervantes. La posición desde la que Wells mira a Falstaff, convirtiendo un gigante a quien el poder dice que es poco menos que un deshecho humano, entronca con la gigantesca humanidad con la que Cervantes trataba a todos sus personajes. Por eso Falstaff nos conquista a todos desde el primer plano donde aparece en escena.
El orondo vividor, tramposo e inmoral, se parece demasiado a un Sancho Panza lascivo. Pero en su caída se nos revela con una altura más propia de Don Quijote.
Sin Shakespeare no existiría “Campanadas a medianoche”. Pero sin la gran cultura española, que Wells admiraba, tampoco.

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