Ajoblanco, los límites de la contracultura


La otra transición

En enero de 1973, un grupo de jóvenes universitarios convoca una exposición poética en la facultad de Derecho de Barcelona, transformado en un movimiento de agitación cultural que cubriría las paredes del centro con poemas.
Uno de los organizadores, Pepe Ribas, anuncia que “voy a hacer una revista independiente, fuera de la Comisión de Cultura de la universidad, y la vamos a colocar en los quioscos de toda España, ¿quién se apunta?”.
Asió se gestó Ajoblanco, que nació como “revista novísima, proyecto de acción y transformación colectiva”.
Ahora podemos recordar sus orígenes y su trayectoria en la exposición Ruptura, contestación y vitalismo (1974-1999) que puede verse en Madrid, en el Centro Conde Duque hasta el próximo 21 de septiembre.
Era un momento de efervescencia política y cultural. El propio Pepe Ribas recuerda que “convergieron grandes luchas obreras, un movimiento obrero asambleario, como la huelga de Roca, de con un movimiento cultural, capitaneados por la gente joven que era libertaria (…) con una terrible inquietud y con unas terribles ganas y ese gente tuvo la oportunidad de crear en poco tiempo grupos de teatro, cooperativas, comunas, asociaciones de todo tipo, inventarse el Movimiento Ecologista, inventarse el Movimiento de Mujeres Libres, inventarse mas de 300 ateneos libertarios, Radios Libres…”.
Ajoblanco bebió de la contracultura norteamericana, de los restos del mayo del 68 francés, de las publicaciones underground europeas, la nueva literatura, el rock y el pensamiento libertario.
Junto a otras cabeceras como Star, Nueva Lente y Ozono, Ajoblanco fue uno de los primeros puntos de encuentro y difusión de la contracultura en España. En 1977 llegó a tener una tirada de 90.000 ejemplares, y disfrutar de una red de casi un millón de lectores.
Nació en una Barcelona todavía no intervenida por el aparato burocrático-autonómico de la burguesía catalana, y que era uno de los centros creativos, sociales o políticos más dinámicos de España.
Y fue una aventura eminentemente colectiva. En sus páginas publicaron las firmas más importantes y radicales, desde Allen Ginsberg o Roberto Bolaño a Terenci Moix, José Luis Sampedro, Arrabal o Savater. Pero sobre todo la revista se montó a través de miles de colaboraciones desinteresadas de activistas o lectores.
Ajoblanco fue también el centro de todo un movimiento cultural, por medio de colectivos de cine, literatura, educación sexual. Organizaron pequeños festivales para los nuevos directores que hacían cine sin dinero y no podían mostrar sus películas, en los que pudieron verse por primera vez las películas de Almodóvar.
Ajoblanco se difundió por toda Espala mediante una red de activistas que conectaba a profesores de instituto con universitarios, jóvenes obreros, responsables de teatros alternativos, organizadores de conciertos y libreros progresistas.
Aparte de que, como recuerda su fundador, “hicimos numerosos encuentros callejeros, viajes, convivencias comunales… más que una revista fue casi un movimiento social”.
Curiosamente, Ajoblanco no tuvo mayores problemas en publicarse durante las postrimerías del franquismo. Fue en 1976, cuando un número con una portada presidida por el rostro de Karl Marx, y con un dossier sobre las fallas donde se reivindicaba la fiesta pagana de la primavera, fue prohibida por el Consejo de Ministros.
El espíritu libertario de Ajoblanco chocaba frontalmente con los límites que el nuevo régimen “democrático” pretendía imponer.
En su segunda etapa, en Ajoblanco se comenzó a difundir el “Informe Petras”, obra del sociólogo norteamericano de izquierdas James Petras, y que denunciaba la superexplotación y la laminación de la clase obrera a golpe de desindustrialización y reformas laborales durante los gobiernos de Felipe González.

¿Contra quién? ¿Para qué?


Una pregunta llenó la portada del número 18 de Ajoblanco, en enero de 1977: “¿La muerte de la contracultura?”. En él Fernando Savater, colaborador habitual de la revista, escribe: “La contracultura es un tema tan irrelevante, ficticio y nimio que ni resiste ni merece discusión de ninguna clase”.
Tenía parte de provocación, muy en la tradición de agitación ácrata. Pero también una parte importante de verdad.
La “contracultura”, teñida de un hippismo idealista y estéril, que conducía a sectores revolucionarios a un callejón sin salida.
Ajoblanco nace con la intención de “cambiar el mundo a través de las ideas y la cultura”. Contribuyó a una liberalización de las costumbres, tras 40 años de franquismo, que hoy todavía disfrutamos.
Pero las comunas o la educación sexual quedaba limitada a una “moda estética”mientras los que realmente mandaban se dedicaban a edificar los mecanismos de poder del nuevo régimen.
Curiosamente, como en una reedición de “Un mundo feliz”, cuanto más se liberalizaban las costumbres, más férreo se convertía el control político y económico de la clase dominante sobre la población.
La contracultura situaba como enemigo las “costumbres reaccionarias”, los restos del franquismo… y no a una transición diseñada por Washington y la oligarquía española para estabilizar su poder.
Así lo entendieron una buena parte de los impulsores de Ajoblanco, que dejaron de mirar a la contracultura norteamericana para intentar recuperar las mejores tradiciones del anarquismo ibérico.
Pero ese era también un camino que eludía explícitamente la lucha política, donde de verdad se dirimen las cosas. Así, los poderes reales pudieron avanzar en su proyecto de liquidar la organización y movilización popular, utilizando todos los medios posibles, las subvenciones y la institucionalización o la introducción de la heroína para diezmar a sectores de la juventud revolucionaria.
Ajoblanco cayó, como otras muchas revistas y movimientos, bajo la marea del “desencanto”, cerrando su edición en 1980.
Reapareció en 1987, denunciando rabiosamente al gobierno del PSOE y al poder autonómico de CiU, en unos momentos donde Pujol hacía y deshacía en Cataluña.
Pero entonces Ajoblanco tuvo que enfrentarse al dilema de cómo impulsar medios críticos e independientes cuando se imponía una creciente monopolización y control de la información.
Y aquí tomo la peor decisión posible. Para sortear los problemas financieros entregó el control de la publicación a Unidad Editorial, empresa editora de El Mundo en manos del gran capital italiano y norteamericano.
Una jugada que no solo no salvó Ajoblanco sino que lo condenó sin remedio. Tres años después la revista dejaba de editarse definitivamente.
Si entregas la llave de la casa al diablo, lo normal es que más pronto que tarde acabe echándote de ella.
Francesc Ten

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