Los tiburones del arte
Un ensayo sobre la “mercantilización del arte” y la subversión del carácter transformador del hecho artístico
El escritor Luis Racionero construye en su ensayo, "Los tiburones del arte", un alegato anti-capitalista desde el punto de vista de la resistencia al rodillo de los grandes monopolios. Así denuncia que las obras se han convertido "en acciones de la bolsa, en valores para especular". Racionero se rebela y por eso vale la pena leerlo, aunque en algunos aspectos se queda en la superficie del problema, el debate está señalado y puesto encima de la mesa.
En el libro, el ensayista catalán coge como columna vertebral la desaparición de criterios para valorar las obras artísticas más allá de los que fijan los marchantes y los propios artistas, quienes se basan en tres criterios: "La galería, el crítico y el millonario que compre". Esta ausencia de criterios estéticos provoca que "se coloque como arte cualquier cosa, sin que comunique emociones ni despierte sentimientos, pero como hay alguien que está dispuesto a adquirirlo, da todo igual".
La rebeldía que recorre el libro es una enmienda a la totalidad: “el comercio y el dinero han corrompido el arte”, provocando "un efecto negativo similar al de las manipulaciones del poder o de la religión en otras épocas en que ambos utilizaban el arte en su provecho. Los resultados son una inflación creativa, que por fuerza resulta en obras banales, poco trabajadas, frívolas, apresuradas, efectistas y en un engreimiento del autor".
El máximo paradigma sería, según Racionero, el "presunto" artista británico Damien Hirst y "sus tiburones en formol" que se subastan en Sotheby's. Para Racionero, toda la actividad económica que se mueve alrededor de este tipo de arte "es una forma nueva de timo, pero si hay alguien tan idiota para comprarlo, pues que le aproveche, pero llegados a este punto, hay poco que hablar si el arte se resigna a ser estas tontadas […] Ahora muchas de las obras en venta son como títulos de renta variable, como títulos del Banco de Santander o de Jazztel". Por no hablar de la obra que se ha vendido en la última edición de ARCO por 20 mil euros, un vaso medio lleno de agua.
En este sentido Luis Racionero desprecia todo arte producido más allá de Wagner o Sorolla, aunque salve a Dalí, que no a Picasso, y “algunas obras de Barceló […] Todo lo demás son ocurrencias, pero no obras duraderas que impresionen a sucesivas generaciones".

Muchas de las obras son como títulos del Banco Santander
Luces y Sombras
“Los tiburones del arte” es un libro que vale la pena conocer pues proporciona claves sensibles para comprender el proceso mediante el cual el arte refleja las mismas contradicciones que recorren toda la sociedad y nuestro tiempo:
Convertir el arte en un producto reservado para unos pocos, restringir el acceso al conocimiento artístico más avanzado y transformar el arte en una herramienta de expresión ultra-individualista al margen de la realidad. “Una de las columnas fundamentales de esta enorme maniobra de propaganda que es el arte contemporáneo consiste en hacer creer a quienes no lo entienden o no se emocionan con él que son una panda de ignorantes. Se les culpabiliza y así se callan”.
Aunque no es porque “todo vale”, o porque se hayan eliminado “los criterios artísticos”, sino por qué es lo que sí vale y cuáles son esos criterios. Racionero equivoca el blanco cuando apunta a las vanguardias del siglo XX como origen de la debacle, metiendo en el mismo saco a Hirst y a Picasso... un disparate. Precisamente las vanguardias fueron formas de expresión artística que se rebelaron contra el horror que la guerra capitalista puso encima de la mesa, 20 millones de muertos. De esta manera había que cuestionar todo orden establecido y “matar al padre”. Pese a la aparente desconexión “abstracta” de la realidad, las vanguardias se aferraron como nada a lo que estaba pasando en el corazón del mundo y se rebelaron ante ello.
Por el contrario, Racionero corta con precisión la subversión del carácter transformador del arte que es convertido por el capitalismo monopolista en la bandera del ego del artista y no en una expresión colectiva de su tiempo. Así las contradicciones sociales desaparecen y el arte queda relegado al ámbito de las disquisiciones pseudo-psicológicas e intimistas, cuando no a meras provocaciones superficiales como prolongación del ego del artista.
Sin embargo, Racionero obvia que esto no es un fenómeno nuevo y que tiene culpables. Al hacer esto, el autor catalán carga contra el público, al que acusa sin contemplaciones: “Si después de aquello la gente no quiere ver que todo es un montaje comercial, es que la gente es idiota”.
El arte ha sido, desde que existen las clases, y será siempre, una expresión de una posición social determinada. Vale para los individuos y vale para los países. De esta manera, Racionero denuncia los caprichos del mercado y el proceso de inflación y especulación de los precios, pero sin comprender que esto no son más que fluctuaciones coyunturales, ya que el valor de las obras de arte, en términos generales y en periodos largos de tiempo (hablamos, lógicamente, de décadas), se establece objetivamente de acuerdo a dos elementos:

El máximo paradigma sería, según Racionero, el "presunto" artista británico Damien Hirst y "sus tiburones en formol" que se subastan en Sotheby's

La subversión del carácter transformador del arte que es convertido por el capitalismo monopolista en la bandera del ego del artista y no en una expresión colectiva de su tiempo
Por una parte la cantidad de conocimiento artístico de la humanidad acumulado objetivamente en esa obra. Y por otra, la correlación de fuerzas entre los agentes o centros de poder que pugnen por esa obra como símbolo de poder y estatus social. Ni si quiera ante el aumento de la concentración de poder de los grandes monopolios, es decir, las grandes potencias, sobre el arte, el valor es caprichoso. Pese a que este análisis se encuentra implícito en la obra de Racionero de alguna manera, al no abordarse así desaparecen los culpables y los dueños del proceso de “mercantilización” que, por otra parte y como decíamos antes, no es nuevo sino que es propio del sistema capitalista.
De la misma manera que señalar a George Soros, el tiburón financiero, al margen de los intereses de EEUU confunde respecto al análisis, pasa con señalar exclusivamente a Sotheby's o a Hirst. Así ocurre cuando Racionero afirma que: “si se exponen en la galería X, el crítico Y dice que aquello es arte, y el millonario Z lo compra a un alto precio, lo presentado es arte, aunque sea un urinario vuelto del revés”. Ésta es tan solo una parte de la realidad que no se entiende al margen de qué galería, qué crítico, qué millonario, qué obra, cuándo y para qué. Algo que hemos podido comprender perfectamente en las diferentes pugnas con Sotheby's de los gobiernos chino o indio.
El futuro del arte, la ciencia
Racionero también lanza hipótesis sobre lo que cabe esperar del arte en el futuro: “El arte consiste en usar un medio sensual para plasmar las emociones y los temas que preocupan profundamente a la sociedad en cada época, y creo que el arte de nuestro siglo debe intentar representar o sugerir todas esas partes de la realidad que ha revelado la ciencia”. Aunque al mismo tiempo apunta que, en este sentido, "el último original en este campo fue Albert Einstein, porque el resto son aburridísimos".
El autor considera que este nuevo lenguaje estará, por fuerza, estrechamente ligado a la ciencia y a la tecnología, y entre sus posibles vías de desarrollo señala la robótica o incluso la genética, a pesar de los problemas éticos que generaría “esculpir en carne y hueso”.
Aunque Racionero vuelve a situar esta contradicción como algo nuevo, cuando siempre el arte ha estado “fusionado” con la ciencia, en el sentido en el que el desarrollo científico técnico lo determina, para poder abordar este debate primero hay que ponerlo encima de la mesa, algo que Luis Racionero hace con enorme éxito.